(Elogio de la universidad como asamblea del pensamiento)
Lázaro Álvarez
“Cuanto más grandes sean, más daño se harán al caer”, Bob Fitzsimmons, campeón de peso pesado más ligero que ha existido.
“…contra el poder/ que nunca abraza a
los que pueden pensar/ contra el poder que siempre miente/ en nombre de la
verdad/ contra el poder que nos convierte en extraños/ contra el poder que
debilita y nada da/ que sólo quita/ y deshace lo que está/ contra el
poder…”
Canción
de Pedro Guerra.
Insólito
cómo las diferencias entre creencia y razonamiento, u opinión y argumento, o emociones e ideas, aparecen confusas en
algunos profesores. Insólito aún más cuando opinan
sobre categorías que pertenecen a realidades distintas y escamotean
instituciones de instrucción pública por Universidades.
Así
dicen: “el estudiante es nuestra razón de ser”, como si hablaran de un liceo. O
“Asamblea es una reunión y yo sólo atiendo a las de mi coordinador”. O “las
universidades se deben al Plan Nacional Simón Bolívar”, afirmaciones absurdas
cuando se trata, no de instituciones de educación superior, sino de
Universidades, espacios para el conocimiento.
Esta
falta de precisión es la que hace que, mientras hablan de la belleza habida en
el hecho de que nuestra Constitución defienda la diversidad, o del odio de los
otros en seminarios sobre la paz mundial, monten en cólera cuando alguien se atreve a contrariarlos.
Es
hipócrita la creencia de que se respeten las ideas de los demás: se respeta a
la persona, no a las ideas. Si las ideas
se reverenciaran como a ídolos no
cambiarían, ni progresarían ni se pudiera ser crítico ante nada, y el suyo
sería un reino de sórdido silencio inamovible. Sin embargo, jamás debemos irrespetar
la dignidad de nadie por pensar diferente. La dignidad de la persona humana es
sagrada. Pero no puede haber mayor distancia entre emociones e ideas, entre
cuerpo e intelecto o conciencia de sí y realidad personal, de lo cual todos
pecamos un poco, como en el caso aquel de los coléricos: el cisma es abismal.
Falta aquí, lucidez, que sólo se recibe en la refriega diaria con los otros y
con nosotros mismos. Y falta la precisión que sólo nos la da la reflexión
continua.
Así, las
definiciones de asamblea. Hay, claro está, asambleas, aquelarres, concilios,
cogollos, reuniones y conspiraciones, todas palabras parecidas pero padecidas
de maneras distintas. El matiz que las distingue está en la calidad de la
experiencia de libertad y autonomía que hayamos tenido la suerte de vivir. Todas
estas, definiciones necesarias que nunca terminaríamos de precisar pero, en
cuyo curso, nos definimos a nosotros mismos: el lenguaje nos habla.
Y lo
más propio de las asambleas es que, en su círculo, el mazo autoritario del jefe
se ha desvanecido, aunque todavía, para quien vive con miedo, encuentre su
sombra por todos lados, e incluso, la necesite. Por tal razón, en la UNEY, nunca se había hablado con tanta
libertad y menos miedo, como ahora. Es un espacio que se ha conquistado, no que
se ha concedido. En el mismo sentido en que Sartre decía que “nunca habíamos
sido tan libres como durante la ocupación alemana”. Con él estamos cuando
afirma que “el acto revolucionario es el acto libre por excelencia”. Pero de él
nos separamos cuando defiende una violencia “purificadora”. Ninguna construirá
un hombre nuevo: para Simone Weil, el frío acero de la violencia es tan mortal
por la empuñadura como por la punta. Preferimos el razonamiento, el debate, las
ideas, cuya casa más natural y elevada es el espacio de las universidades.
Asamblea
es, entonces, espacio libre de autorrepresentación de nuestras posibilidades
donde se mitiga la sombra autoritaria de la sumisión, la humillación y la
enajenación a que nos someten siempre los caciques y pequeños caudillos, los
cogollos y los grupitos de poder. Nada más intolerable para las mafias que las
asambleas de hombres libres: las sabotean, las infiltran, las evitan, las
difaman y las distorsionan. No las nutren, ni las mejoran, ni las defienden y
desde su puerta gritan “aquí no hay nadie”, “tu no existes”.
Hay
creencias, opiniones, emociones, pensamiento crítico y argumentaciones. Las creencias
fueron verdades que cerraron los ojos y perdieron su vitalidad. Los
razonamientos libres son frescos, abiertos y renovadores. Por eso puedo creer y
nutrir mi creencia en nuevos razonamientos y experiencias, pero también cambiarla.
Hanna Arendt decía que confundir los hechos con las opiniones es una agresión a
la razón y no existe verdadera libertad de opinión donde ambos se confunden.
Pero las opiniones, a diferencia de las argumentaciones, no procuran sostenerse
en los hechos. Por eso preguntaba, “¿Está en la esencia de la verdad el ser impotente y en la esencia
misma del poder el ser falaz?”. Hay una
vocación innata del poder hacia la mentira y la manipulación. Y la lucha contra
el poder es siempre una lucha de restauración de una verdad.
Esto es
lo que ocurre en el uso de la palabra pública para encontrar verdades
solidarias. La definición y la redefinición constantes. Puede haber
apasionamientos, momentos críticos y desbordamientos pero la asamblea misma
ofrece la oportunidad para el recentramiento, la reflexión y el diálogo. Es
decir, la reorientación hacia el consenso: de lo individual a lo plural, de lo
puramente instintivo a lo racional y espiritual. Afilamos la precisión de las
palabras. Y tonificamos el corazón con la cabeza.
Eso es
también la Universidad: debate y pensamiento creador. No lugares de instrucción
ni rutinarios centros de profesionalización y adiestramiento. Ni centros de
obediencia a un poder central. Mucho menos industrias o maquinarias de
consolidación de creencias o doctrinas. Las Universidades son grandes asambleas libres
del conocimiento. Y las asambleas, el corazón mismo del espíritu libertario de
las universidades. Lugar donde se realiza la mejor de todas las peleas. Claros
del bosque: lugares de emancipación. Liza donde el espíritu derriba las grandes
sombras del poder abusivo y las del miedo que erróneamente quiere cobijarse en
el poder.
(Publicado en el diario Tal Cual)