Toda nación surge, como todo ego, aparte de otras
ficciones
aparentemente más gloriosas y sabidas, de aquello que constituye el
enfrentamiento y la exclusión, de lo que se construye sobre la exaltación de sí
y la negación del otro. Aspiración a una Unidad Superior, lo que nos une es lo
que niega a los demás. Y, así, pasamos siglos entre sacrificios, ceremonias y
batallas, construyendo nuestras patrias: qué difícil y, al mismo tiempo,
simple, o trágico y sublime, patético y ridículo, este asunto de estar unos junto a
otros. Este otro aspecto de los nacionalismos, y no sus formas positivas ya
excesivamente ponderadas, es lo que creemos necesario de mayor reflexión.
La fascinación
fetichista por la identidad, ese
“bucle melancólico” que nos afanamos en rizar, no permite distinguir entre
conciencia nacional y nacionalismo. La primera, una forma lúcida y saludable de
identidad social, pero el segundo implica, según Savater, “un origen traumático
y comporta agresividad”, es decir, un frenesí narcisista y un paranoico delirio
persecutorio.
Cuando en mi ingenuo segundo año de bachillerato me
enfrentaron al sentido de esa contingencia que llamamos patria (esa “hija
de la guerra”, para Sánchez Ferlosio), recuerdo no encontrar ninguna definición
que me satisficiera, excepto unos años después el iluminador poemita (“Alta
traición”) de José Emilio Pacheco. Hice un esfuerzo sobrehumano para dar un
concepto en un discursito como vicepresidente de la Sociedad Bolivariana: nada
más inauténtica que esa devoción obligada tan parecida a las coacciones de
conducta que padece todo adolescente en el seno de su propia pandilla.
Aparte de las gestas y reelaboraciones, hipócritas u
honestas, a que se echa mano para eso que también denominamos nuestra
autodeterminación, y de su probable necesidad humana, las patrias también nos
resultan ambiguas en el modo de sus ritos (“de autosatisfacción”), sobre todo
en aquellos decimonónicos, a ratos melancólicos, a ratos pesados, como lo son
los himnos. Pues, particularmente patética es la “himnosis” obsesiva a que nos
sometemos los venezolanos (mañana, tarde y noche), desde hace tanto tiempo,
como si la primordial preocupación por definirnos -de nuestros primeros
pensadores- tuviera que ver más con el rígido choque de talones militar o con
el obsesivo puritanismo étnico-cultural que se resiste a permitir que caiga, de
una vez por todas, la hoja de parra originaria de nuestra identidad. Como si no
bastaran los modestos rituales que hace una mínima costumbre y como si,
exagerándolos, con este mismo exceso, desconfiáramos secretamente de dicho
patriotismo.
Como es sabido, la gran mayoría
de las letras de esos cantos mecánicos y resonantes de escuelas, plazas y de
estadios, constituyen fórmulas esotéricas e hiperbólicas que nunca comprendemos
como el “Oíd, mortales, el grito sagrado!”.
Desde los “que perezca mi raza altanera/ cual
mi tribu inmortal Jirajara.”, pasando por “Salve! El pueblo que, intrépido y
fuerte/ A la guerra a morir se lanzó”, o el "Mexicanos,
al grito de guerra, el acero aprestad y el bridón", hasta eso de “regar la tierra con la sangre impura”, no sólo presumen de una
dudosa calidad literaria sino de una anacrónica exaltación de "el éxtasis de la victoria,
el placer del predominio, la ambición de hegemonía, el furor de la
autoafirmación".(Sánchez Ferlosio), pretextos comunes a la patria y al
impulso de la guerra. A las “marsellesas”
altisonantes y belicistas de todos los países que cantan “Deutschland über Alles, über alles in der Welt (Alemania por encima de Todos, por encima de
Todos en el Mundo)", prefiero el canto a la naturaleza del himno indio
compuesto por Tagore: “Mi
Bengala de oro, te amo./… En primavera, oh madre mía/ La fragancia de tus
cultivos de mango/ Me hace un salvaje con alegría”.
Hay dos sentimientos espontáneos ante lo humano o lo
inauténtico: la solidaridad inmediata o el distanciamiento. Puedo conmoverme hasta
el límite de lo cursi con el llanto
imprevisto de un viejo portugués en Óbidos porque reconoció mi voz venezolana
en una frontera desconocida y donde no se podía articular palabras. Pero no
evitar la sensación de estafa ante las retóricas patrioteras de cualquier
parte.
De allí mi rechazo por la estridencia de los himnos
militares, los mítines, los cánticos fanáticos y por los patriotismos
furibundos que justifican matanzas alzándolas a sublimes gestas de virilidad. Siempre he sentido una
nostalgia distinta a la de las hipócritas ceremonias públicas. También mi
arraigo es otro, paradójico. El doble exilio de quien no regresa sino siendo
siempre inevitablemente otro, extranjero en la tierra, en todos los lugares.
Nostalgia que no acaba: la entrañable antipatria es también un amor infinito
que se rehace y se renueva siempre. Nunca somos perennemente idénticos. Nunca
estamos definitivamente en casa. No existen patrias puras.
Recuerdo una singular frase
de Vernant grabada en el puente de Europa que une Estrasburgo y Kehl y que
debiéramos nosotros inscribir, también, no sólo en todos nuestros puentes sino
en las entradas de todas las ciudades: "Para ser uno mismo hay que
proyectarse en lo que nos es extranjero, prolongarse en ello y por ello.
Permanecer encerrado en la propia identidad equivale a perderse y a dejar de
ser. Nos conocemos y nos construimos gracias al contacto, el intercambio y el
comercio con el otro. El hombre es un puente".
(Publicado en Tal Cual el 26/08/12)
(Publicado en Tal Cual el 26/08/12)